La procrastinación es conocida como la tendencia generalizada en aplazar el inicio o la finalización de tareas programadas en un tiempo determinado. Muchas veces dicha tendencia suele acompañarse de malestar subjetivo, y no solo es una cuestión de baja responsabilidad o de gestión del tiempo, sino que supone un verdadero problema de autorregulación a nivel cognitivo, afectivo y conductual; es decir, procrastinar es acostumbrarse a dejar para mañana lo que puedes hacer hoy. Este tipo de comportamiento es percibido negativamente por la sociedad. Fuschia M. Sirois, profesora de Psicología de la Universidad de Durham en Reino Unido, menciona que la procrastinación es “el retraso voluntario e innecesario de una tarea importante, a pesar de saber que estarás peor si no la haces”.
En el contexto universitario, la procrastinación afecta negativamente y de manera multilateral al estudiante. Esta afectación también se da a nivel colectivo, pues se genera por el “efecto mimético”, es decir, los integrantes de un grupo que procrastina influyen en el resto de miembros incumpliendo con la entrega de trabajos en las fechas programadas por los docentes.
Estudios especializados señalan una variedad de factores comunes asociados a la procrastinación, como la ansiedad, el estrés, el ocio negativo, las influencias familiares, los aspectos sociodemográficos y culturales, así como la carencia de habilidades en la gestión del tiempo. Por consiguiente, los estudiantes universitarios que son más susceptibles de sufrir estrés, tienden a procrastinar. Por el contrario, aquellos con menores niveles de estrés, no suelen procrastinar y tienen un mejor resultado académico. Por otro lado, los rasgos de personalidad ansiosa generan mayor riesgo de procrastinar en las actividades académicas que tienen que cumplir. La procrastinación puede parecer un problema “secundario y manejable”, sin embargo, las personas que la padecen desencadenan un sufrimiento psicológico autoimpuesto de culpa y genera altos niveles de frustración.
Se sabe que el ocio tiene dos aristas -positivo y negativo- y en el mundo académico ambas tienen mucho protagonismo. Por un lado, tenemos el “ocio positivo” que contribuye al bienestar psicosocial en el estudiante, permitiéndole repotenciar habilidades para su crecimiento personal universitario; sin embargo, también encontramos el “ocio negativo”, un escenario que no proporciona ningún beneficio académico a los estudiantes. Las conductas ociosas no productivas apartan al estudiante universitario del cumplimiento de las diferentes tareas que debe realizar en un tiempo determinado. Es un tiempo que se diluye de forma improductiva.
Wilmer Casasola, experto en neuroeducación, indica lo siguiente: “En el caso de los estudiantes, la conducta procrastinadora surge y se potencia porque no cuentan con herramientas para gestionar estratégicamente hábitos cognitivos saludables. Estos hábitos cognitivos no se buscan, porque el estudiante está enfocado en su mundo procrastinador”.
Existen formas y habilidades que contrarrestan y regulan el comportamiento procrastinador, una de ellas es fortalecer la habilidad metacognitiva de los conocimientos inducida por los docentes, la cual es fundamental en los estudios universitarios. La gestión del tiempo es otro elemento a tomar en cuenta porque permite organizar y alcanzar un alto nivel de productividad académica o laboral para quienes la practican.
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