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La solicitud de Ana Estrada en Perú para acceder legalmente a la eutanasia, concedida judicialmente, ha destapado un acalorado debate en torno a si negar este procedimiento viola derechos fundamentales constitucionalmente reconocidos, como el derecho a la vida y a la dignidad de la persona. Conceptualmente, la eutanasia busca terminar con el sufrimiento de pacientes con enfermedades terminales e incurables, que experimentan agónicos dolores en sus últimos días.
Quienes argumentan en contra de despenalizar la eutanasia esgrimen principalmente motivos éticos y religiosos sobre la inviolabilidad de la vida, considerando que esta proviene de la divinidad en el caso de creyentes. Pero, progresivamente, más voces del ámbito bioético y jurídico argumentan que prohibir aliviar el lacerante tormento de un moribundo, mediante una muerte compasiva puede resultar contradictorio con el derecho a una vida digna hasta el último aliento, el cual se encuentra recogido en varias constituciones de la región.
Así, en países como Colombia, España y Perú -con el caso emblemático de Ana Estrada- altas cortes judiciales y tribunales constitucionales han emitido sentencias que avalan permitir la eutanasia bajo estrictos protocolos médicos y requisitos como el consentimiento informado del paciente o su situación terminal objetivamente comprobada. Interpretan estos fallos que la muerte digna deriva y es consecuente con el derecho fundamental a que ninguna persona vea menoscabada su dignidad inherente como ser humano, ni siquiera durante el irreversible e implacable proceso de muerte por una enfermedad degenerativa extrema. En el Perú, el artículo primero de su Constitución, considera como un fin supremo de la sociedad y el Estado el respeto a la dignidad de la persona; de ello se desprende, en su artículo segundo, una serie de derechos fundamentales, entre ellos el derecho a la vida, a su identidad, moral, psíquica y física.
Reconocer el derecho de un paciente desahuciado, que sufre indecibles padecimientos producto de una patología incurable en fase terminal, a solicitar la ayuda para morir dignamente no debería presentar conflicto ético ni legal en una sociedad que dice velar por la calidad de vida de sus integrantes. El debate no debería girar en torno a oponer de forma irreconciliable el derecho a la vida versus el derecho a la muerte, sino en torno a cómo compatibilizar el derecho a transitar el proceso de muerte de la forma menos dolorosa y degradante posible cuando ya no existe alternativa médica alguna.
Ciertamente, la eutanasia no es un tema pacífico en una región mayoritariamente católica, como América Latina. Pero los casos se acumulan en los despachos judiciales y confiar solo en los tratamientos paliativos resulta francamente insuficiente ante cierto grado de deterioro muscular, desfiguración física y sufrimiento mental producto de enfermedades neurodegenerativas. Quizás, en los próximos años, los parlamentos nacionales estén llamados a seguir la senda de naciones como España, para impulsar un debate despojado de prejuicios morales y religiosos sobre la posibilidad de regular la prestación de una muerte digna como alternativa final para ciertos enfermos desahuciados. Los representantes políticos están compelidos a no dar la espalda a esta realidad.
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