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Desde “Carrie” en 1973, Stephen King ha publicado más de medio centenar de novelas, consolidándose como un autor de culto y gran impulsador de la lectura a nivel mundial.
Hasta el 19 de junio de 1999, día en que lo atropelló una camioneta mientras realizaba sus acostumbradas caminatas de siete kilómetros por los alrededores de su casa, Stephen King había ganado más de una veintena de premios literarios, entre los cuales destacaban los icónicos Premios Hugo y O. Henry de las letras norteamericanas. A juzgar por la obtención de estos significativos galardones, además por la calidad de muchos de sus libros, el autor de El misterio de Salem´s Lot debió haberse visto desetiquetado de aquel irresponsable precinto que calificaba a su trabajo de “literatura light” desde inicios de su carrera como novelista. Sin embargo, entrampada en medio de tanta mezquindad, la etiqueta siguió plasmada dentro del imaginario de la crítica debido a que King escribía libros de género y era, para horror de la Academia, un continuo e incansable autor bestseller.
Por suerte, todo este prejuicio literario cambió, o al menos intentó cambiar un poco, cuando el 2003 la Fundación Nacional del Libro le concedió el National Book Awards por su “trayectoria y contribución a las letras estadounidenses”. Obtener este prestigioso y, quizá, máximo galardón literario en Estados Unidos, brindó en definitiva otro cariz a su obra y silenció a los puristas que hasta entonces lo habían desdeñado y tratado como lo peor. Aunque no logró silenciar a todos. Por ejemplo, Harold Bloom enloqueció al enterarse de la noticia. Rápidamente escribió al jurado de la Fundación Nacional del Libro la siguiente esquela pública: “Que crean que en sus obras [las de King] haya una pizca de valor literario, logro estético o inteligencia creativa no hace más que constatar su propia estupidez”. Casi tan rápido como un jab de box, los miembros del jurado respondieron a través de un portavoz: “Agradecemos su preocupación, pero creemos necesario ampliar nuestra concepción de lo que es literatura, señor Bloom”.
Y así, en los últimos años King fue volviéndose un escritor más respetable. Aunque tarde, la crítica y los lectores comenzaron a tomar sus libros mucho más en serio gracias a un cambio de paradigma generacional, pero también por la revaloración de los llamados “géneros menores” dentro del campo literario. Hoy, por ejemplo, ya no hace falta defender los libros o la literatura de King. Poco a poco los críticos y escritores más serios han empezado también a reivindicarlo. De hecho, el ganador del Premio Pulitzer, Michael Chabon, festejó la decisión de la Fundación Nacional del Libro y observó con agudeza que “supuestamente el siglo XX se aplicó a derribar las barreras entre alta literatura y cultura popular pero todavía representa una transgresión dar la medalla del National Book Award a alguien como King”. Incluso Mariana Enríquez, novelista ganadora del Premio Herralde, ha propuesto a King como su candidato favorito para ganar el Premio Nobel de Literatura.
No es exagerado sostener que desde hace ya un tiempo Stephen King está dentro del panteón literario junto a Nabokov, Borges, Faulkner, García Márquez, Irving, Updike y otros, sin la absoluta necesidad de premios (que los tiene) o luz verde por parte de la crítica especializada. Como todo gran autor, King no precisa de esos artificios. Novelas de la talla de Apocalipsis o Un saco de huesos no tienen nada que envidiar a lo más alto de la narrativa y se defienden sin otra exigencia que su propio valor artístico. Pero si bien el genio novelístico de King sería suficiente para su canonización, existe un plus que lo diferencia y lo vuelve un autor mucho más importante para la literatura contemporánea. Stephen King es, a saber, el autor norteamericano vivo que más y mejor ha contribuido a popularizar la pasión por la lectura en la gente, creando así una avalancha de lectores como solo lo hicieron en su momento Dickens o Alejandro Dumas, demiurgos signados bajo un solo principio: entretener a la gente a través de una historia bien narrada.
Fuente: The New Herald
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Algo que les encanta a los snobs literarios son las comparaciones. Y pensando un poco en ellos, podríamos decir que Stephen King no será jamás un Thomas Pynchon o un Cormac McCarthy (enfermos también de elefantiasis), así como estos tampoco serán Balzac o Sthendal, del mismo modo que estos últimos tampoco podrán ser nunca Cervantes o Sterne. Hay que ser responsables y justos. Stephen King no necesita ser otro más que Stephen King para ser tomado en serio. A fuerza de trabajo y disciplina ha creado su propio universo, su lenguaje, su modo de abordar la literatura y su enorme plasticidad narrativa. Además, aportó algo nuevo y personal a las letras norteamericanas: la reconfiguración y modernización del género terror en la literatura. Tal como menciona el argentino Ariel Bosi en Todo sobre Stephen King, el escritor norteamericano “modernizó el horror, aggiornándolo al imaginario del siglo XX y captando la atención del lector popular que no tenía un referente inmediato en el género”.
En efecto, Stephen King lo cambió todo. No solo popularizó el género terror, sino también puso en evidencia las farsas y veladuras de los autores que mutilaron el género hasta casi desaparecerlo a causa de sus constantes efectismos y monstruosidades narrativas. King, por el contrario, logró hacer lo que no hicieron los escritores de género hasta entonces: restar importancia al mismo “terror” y anteponer las emociones humanas a la fantasía o al ingrediente paranormal, mostrando así, desde un ángulo nuevo, los pliegues humanos más profundos.
Desde Carrie hasta su último libro, King ha utilizado también una fórmula que le ha dado esfericidad y, sobre todo, cierta innovación a su narrativa. Todo parece indicar que cuando King aborda una historia, lo hace planteando la realidad desde la fantasía y no al revés. Es decir, para Stephen King el plano “real” es lo fantástico y lo surreal, mientras que el plano fantástico es su mundo “real” y puramente “objetivo”. En ese orden. De ahí que cuando escriba no haga fantasía, sino más bien intente hacer realismo partiendo desde lo esencialmente fantástico. Sí, allí su máximo secreto o, quizá, su más grande lección.
Fuente: The New York Times
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Pero ¿qué impulsa a un autor bestseller con ingresos anuales estimados en más de cincuenta millones de dólares a seguir escribiendo? ¿Quizá la búsqueda de reconocimiento? ¿La falta de aprobación? ¿El deseo de callarlos a todos? A estas alturas, Stephen King ya es una leyenda y no precisa probarle nada a nadie. Pese a llevar escritas más de cincuenta novelas, centenares de relatos cortos y artículos periodísticos, King parece seguir escribiendo impulsado por una misteriosa necesidad. Si nos remitimos a los últimos tiempos, podremos ver que en 2021 publicó Later y en 2020, La sangre manda, novelas de largo aliento que prometen una suerte de saga kingniana. Pero no solo el formato físico o tradicional parecen complacer a King. Hace algunos años escribió la novela Ur de manera exclusiva para el lector electrónico de la plataforma Amazon Kindle. Su relato Montando la bala apareció publicado completamente en Internet, sacudiendo los cimientos de la industria editorial, pues se dio el lujo de prescindir del triunvirato autor–editor–lector, algo poco practicado hasta ese momento por los escritores de su generación. También incursionó en la creación de guiones de películas y series de televisión, escribiendo, por ejemplo, el episodio “Chinga” de The X Files. Además, ha entrado al terreno del ensayo, publicando los muy recomendables libros Mientras escribo y Danza macabra. Y como si todo esto fuera poco, por iniciativa de uno de sus hijos, se adentró en el universo del cómic y el fan fiction.
Frente a este panorama, Stephen King parece un escritor que hace su obra en un presente absoluto y continuo. Así podríamos decir que el autor de Cementerio de animales es un completo vicioso. Sí, un vicioso de la escritura, un yonqui de la literatura, un irredento grafómano que no puede abandonar el vicio creativo. Después de ganar el National Book Award, King dijo en una entrevista concedida al Paris Review: “Para mí, escribir es una adicción. No puedo estar un solo día sin escribir. Incluso cuando no me gusta cómo estoy escribiendo, si no lo hago, el hecho de no sentarme a escribir todos los días me molesta mucho. Poder escribir es fantástico. Cuando va bien es genial; pero cuando no, cuando solo está okey, es una muy buena manera de pasar el tiempo”. Analicemos esta declaración. O releámosla. Por encima de todo destaca la idea de que Stephen King escribe básicamente por dos razones: 1) para complacerse a sí mismo y 2) para complacer a otras personas tan viciosas como él.
Entrado ya en la respetable edad de los setenta, King no ha podido curarse de este vicio literario. Si no escribe sus “2000 palabras diarias como cuota mínima”, ingresa a un doloroso cuadro de ansiedad. Como lo ha repetido hasta el cansancio, simplemente no puede vivir sin escribir. Y así parece serlo de verdad. Quizá esta ansiedad creativa responda a qué gran parte de sus libros sean edificados a base de vehemencia, levantados siempre a pulso y exceso desmedido, como si escribir más y más páginas lo salvara del peor de los castigos.
Es probable que por eso sus novelas sufran del abuso de la desmesura o de la incontinencia narrativa. Y es probable también que lo mejor de Stephen King se halle precisamente en esa incontinencia, es decir, en sus libros más voluminosos y descontrolados. Así saltan a la vista obras como Apocalipsis, It, Cementerio de animales, El resplandor o Un saco de huesos por su enorme calidad literaria, pero también por su enorme extensión, por su enorme desorden, por su enorme y determinante deseo de sobrepasar siempre las quinientas páginas a como dé lugar.
Fuente: El País
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En una de sus ponencias organizadas por la Cátedra Alfonso Reyes en México, Mario Vargas Llosa sostuvo que “todas las grandes novelas, no solo son grandes novelas, sino también, suelen ser novelas grandes o voluminosas”. No sé si esta sentencia llegue a ser exacta o se aplique a todas las grandes novelas escritas hasta hoy a expensas de su extensión, pero por lo menos parece calzar con precisión en el universo narrativo de Stephen King. Y es que, en determinado momento, sus novelas más agigantadas producen un placentero vértigo por la superabundancia de realidades, por la riqueza de sus elementos y por la exacerbación imaginativa que reflejan sus historias.
De hecho, cuando King se embarca en estos inmensos proyectos, hay algo que cambia notablemente y que, sospecho, siempre ha hecho notar: el giro individual o existencial que toman los personajes de esas largas, larguísimas novelas. En Apocalipsis o El resplandor, por ejemplo, descolla por encima de todo la dimensión humana antes que la quimera o lo paranormal, lo introspectivo antes que el fantasy o el terror, y así, todo gracias a una configuración psicológica/moral que trabaja a fondo para dar soplo de vida a los personajes y llevarlos al límite de su propia existencia. Solo de esta manera, cada uno de sus personajes están cargados de una situación emocional muy fuerte y conflictiva que les otorga relieves y, sobre todo, los llena de phatos.
Ahora bien, toda esta desmesura narrativa tiene un nombre y puede considerarse también como una enfermedad: la elefantiasis literaria. Siendo muy consciente de ello, el autor de Carrie se reconoce como el más identificable de todos los enfermos por elefantiasis literaria. En términos médicos, la elefantiasis consiste en un síndrome que conlleva al aumento enorme o al gigantismo de algunas partes del cuerpo, generalmente de las ubicadas en las extremidades inferiores. De modo que, aplicado a la literatura, la elefantiasis se refiere a la continua desmesura de las novelas que crecen casi siempre con exceso sin que el autor las pueda detener o controlar. Como toda terrible enfermedad, la elefantiasis literaria es imposible de curar. Pobre Stephen King.